RELATO - TINTA INVISIBLE
TINTA INVISIBLE es un relato corto, de unas seis folios presentado a un concurso en 2022.
Era un concurso pequeño, en el que me vi con opciones y decidí presentarme. El problema, es que debía meter en un sobre cerrado mis datos y no lo hice. Se me olvidó. Y luego descubrí que habría ganado. Así soy yo (escrito mientras sonrío, aunque claro está, me hubiera hecho ilusión ganar.
Espero que te guste.
TINTA INVISIBLE
La intensa lluvia me sorprendió. Me confié demasiado cuando la previsión meteorológica hablaba de lluvias débiles. No esperaba semejante tormenta, de la misma forma que no contaba con el granizo. No era la primera vez que hacía senderismo bajo la lluvia. Ya estaba acostumbrada. Pero los trozos de hielo que caían del cielo me hicieron correr hacia aquella cabaña abandonada.
No era muy grande, de entre cuarenta y cincuenta metros cuadrados, fabricada con madera que parecía haber soportado cientos de tormentas como la que estoy sufriendo. Una de las ventanas estaba rota, al igual que la puerta, que había sido forzada. Una posible patada había arrancado un trozo, seguramente en la zona donde estaría la cerradura.
El salón central estaba completamente desordenado. Era evidente que habían entrado a robar. ¿Cuándo? No lo llegaría a saber, aunque intuía que ya había pasado algún tiempo por la pequeña capa de polvo que cubría los pocos muebles que alcancé a ver.
En el suelo, observé tres cajones. Dos eran de una cómoda donde seguramente en su día debía haber una televisión. El otro, que aún contenía algo de ropa dentro, de un color blanco, pertenecía a una cómoda que descubrí después en un pequeño dormitorio que disponía de una cama individual.
Pese a todo, no vi nada de ropa que me pudiera poner. Estaba empapada. Las mallas secarían rápido, pero era la zona del pecho la que me preocupaba. Un sujetador mojado y una camiseta empapada podían desencadenar fácilmente en un buen catarro.
Decidí poner en práctica las enseñanzas de mi tío. Aprovecharía la chimenea para dar calor a mi paso por aquel lugar y me ayudaría a secarme. Tuve la suerte de que las cerillas no habían sido objetivo de los ladrones y que estaban lejos de las ventanas, por lo que estaban completamente secas. Por desgracia, no tuve tanta suerte con los troncos cortados y apilados en una esquina, y que se estaban mojando. Pese a que me apresuré, solo pude salvar un par.
La llama era pequeña, aunque algo comenzaba a calentar. Únicamente la notaba cuando acercaba las manos. Estuve tentada a comenzar de cero. Sacar todos los restos que estaban depositados al fondo del hueco de la chimenea, limpiar todo el polvo y los restos de hollín y ver si tenía más suerte repitiendo el proceso desde cero. Pero no lo hice. Tuve paciencia y dejé que fuera prendiendo poco a poco.
Eché un vistazo nuevamente al interior de aquella cabaña, buscando cosas que pudieran captar mi atención. Ya no únicamente por el fuego, sino también por mera curiosidad. Fue cuando reparé de un agujero en la pared. Algún golpe había provocado una abertura que captó mi atención. Si se trataba de una pared decorativa o aislante, seguramente sería fina y podría, quizás, partirla fácilmente en trozos pequeños que echar al fuego. Estaba en una zona seca, por lo que no parecía mala idea.
Me levanté y cogí uno de los troncos mojados, pero lo suficientemente fuerte para usarlo como si fuera un martillo, y me acerqué con la idea de asistir un golpe fuerte.
No fue necesario insistir muchas más veces, ya que no solo era fina, sino que estaba podrida y se rompía con facilidad. Recogí varios trozos del suelo y los coloqué a los lados de la llama para que fueran haciendo su trabajo.
Un relámpago iluminó la estancia mientras dudaba de si romper más trozos de aquella pared. Y en ese hueco, en ese agujero, vi algo en lo que no había reparado. ¿Había algo detrás? Me acerqué intrigada mientras un gran trueno hacía estremecer el techo.
Me asomé con cuidado, con miedo por si me veía sorprendida por algún bicho y me llevé la sorpresa de encontrarme libros. No uno, ni dos. Vi unos cuatro antes de darme cuenta de que formaban parte de una estantería mucho más grande y que, seguramente, debía estar llena.
Me apoyé en la pared con cuidado de no caerme y acerqué el móvil buscando que me alumbrara algo. La linterna me ayudó a ver que estaban muy bien ordenados y alineados, con un saliente suficientemente ancho como para que no se cayeran o tumbaran. Eran libros con una buena cubierta, con el lomo de cuero y, por el tacto y el olor, debían llevar allí varias décadas. No estaban protegidos con ningún plástico, pero, sin embargo, estaban en perfecto estado.
Cogí tres al azar, uno con la cubierta azul oscuro y otros dos con tonalidades verdes. Giré un poco mi cuerpo hacia la zona donde estaba el fuego y me acerqué solo un par de pasos, para seguir cerca de la pared. Quise saber de qué trataban. Abrí uno que debía contener entre doscientas y trescientas páginas. Pero me llevé una sorpresa, ya que todas las páginas estaban en blanco. No había nada escrito.
Dejé el libro en el suelo, y abrí otro. Más o menos del mismo tamaño. Pero el resultado fue el mismo. Una gran cantidad de papel encuadernada completamente en blanco.
¿Quién encuaderna libros de tan buena calidad en blanco? ¿Se habían borrado? No. No podía ser. Estaban en muy buen estado, es imposible que hubieran desaparecido solamente las letras.
Me dirigí de nuevo a la pared. Seguí rompiendo aquella madera que gruñía cada vez que la partía y hacía añicos con excesiva facilidad. Cada trozo que tiraba detrás de mí, dejaba a la vista más y más libros. Todos encuadernados, en muy buen estado. Todos en blanco.
Elegí cinco al azar, de distintas columnas, de distintas alturas, de distintos grosores y de distintos colores. Nada. Todos con el mismo resultado. Ninguno tenía título, ni nada en el lomo que pudiera darme una pista sobre qué texto contendrían en su día.
Me senté delante del fuego. Pensativa. Días atrás me habría dado igual encontrarme todo aquel arsenal bibliotecario. Pero estaba allí, sola, aburrida, viendo como la tormenta amainaba y, creciendo la posibilidad de continuar mi camino a casa y, sin embargo, mi obsesión por saber iba en aumento. Ya no era simple curiosidad. Comenzó a ser un misterio del que quería saber su significado. Resoplé mientras hacía unos pequeños estiramientos de cuello mientras decidía irme a casa. Ya era tarde y, aunque el fuego me había ayudado mucho, deseaba llegar, quitarme la ropa, darme un baño de espuma y, tal vez, servirme una buena copa de vino tinto.
¿Seguirían los libros aquí hasta mañana? ¿Entraría alguien estos días? ¿Debía esconderlos por si acaso?
Tuve una idea absurda. Muy absurda, de hecho. Escribiría una nota con mis datos personales. En mi mente, me imaginaba que el dueño pudiera llegar a ponerse en contacto conmigo, aunque era consciente que aquella cabaña hacía tiempo que no tenía un mantenimiento básico. Me sentí una niñata de quince años pasando notas bajo la mesa y haciendo burla de los chicos. Pero soy así. Por más que crezco, mi mente sigue anclada en una inteligencia muy inferior.
Cogí un papel seco, y encontré un bolígrafo dentro de uno de los cajones del suelo. No debía tener tinta. Al apretar el extremo de la mina, no conseguí nada. Me acerqué la punta a la boca y exhalé el aire caliente que provenía de mis pulmones, intentando que, apretando un poco y calentando la tinta, pudiera comenzar a dibujar esas letras y números que configurarían mi nombre y mi número de móvil. Pero nada. Por más que lo intentaba, solo conseguí marcar la hoja.
Recordé cuando era niña y pensé en Elena. Mi amiga de infancia. Aquella pobre chica que tan mal lo pasaba en casa por culpa de su padre. Qué pena me daba no poder ayudarla y cómo lamentaba ver lo malo que puede ser el alcohol tomado en exceso. La imagen de niña risueña se mezclaba en mi mente con una imagen, de un día puntual, que marcó nuestra relación para siempre. Una imagen en la que tenía el ojo morado y el labio partido. Según ella, había cometido el error de escribir sobre su padre y sobre lo que le hacía en un diario. Un diario que fue leído, destruido y olvidado. Fue el primero de los dos que escribió. El segundo, era secreto. Solamente yo conocía de su existencia.
Me hizo jurar con la mano derecha levantada, que jamás le diría a nadie lo que le ocurriría y que nunca pediría ayuda a ningún adulto. Y, por supuesto, mucho menos acudir a la policía.
Muchos días deseaba saltarme mi juramento, mi obligación, mi palabra y pedir ayuda. Pero nunca me atreví. ¿Miedo? Tal vez. Hay días que me arrepiento. Por suerte, hubo final feliz. El alcohol, una noche cerrada, una farola con una bombilla rota y el azar, hicieron que chocara de frente contra un poste. Fin del problema, mi amiga respiró y pronto pudo reiniciar su vida desde cero. Pero no se fue sin más. Me hizo un regalo de despedida. Una libreta muy especial que quería conservada. Hojas y más hojas escritas con su bolígrafo mágico de tinta invisible.
Tras recordar como pasaba el carboncillo de un lápiz por encima, para oscurecer la zona escrita, y resaltar en blanco las letras escritas y escondidas, volví a mirar hacia aquella pared. ¿Tinta invisible? ¿Y sí…?
Me acerqué uno de los libros a la zona del fuego. Me manché el dedo del carboncillo sobrante de aquellos troncos ya quemados e inservibles. Ceniza que me dejó mi huella dactilar tintada de gris. Abrí el libro por una página cualquiera y comencé a manchar el libro haciendo restregones al azar. Y sí, mi sospecha era cierta. Un texto apareció de la nada para darle un sentido completamente nuevo al misterio que para mí tenían aquellos libros.
Me fui a la primera página. Con la ayuda de la luz que me daba la llama del fuego, busqué lo que sería el título, aquel que solía ubicarse en las páginas de cortesía. Pude leer perfectamente, en una caligrafía excelente, el título, «Libro 37» y una fecha «14 de mayo de 1942».
Aquello me sorprendió. Si estaban numerados, posiblemente el libro más elevado y más hacia la izquierda de la estantería podía llegar a ser el número 1. Lo busqué con una emoción impropia en mí. Temblaba entera ante el deseo de saber más. De conocer al autor o a la autora, de ver desde qué fecha hasta que fecha abarcaba aquella colección que podría valer millones.
Mi instinto me guio bien. Encontré el libro número uno. La fecha escrita era la del 26 de abril de 1941. Intenté leer su contenido, pero no entendía nada. No estaban en castellano y necesitaría un traductor. A pesar de eso, enseguida intuí el por qué de tanto cuidado en pasar desapercibidos. Una palabra me dio la pista. Un lugar que me dejó la piel de gallina. Una ubicación que me hizo estremecer.
Auschwitz.